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Grietas en la pared: una mirada al contexto social del 11JZuleica Romay Guerra

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Abstract: Desde el mes de agosto de 2021, la prensa cubana ha conferido un espacio inusitado a las tareas de mantenimiento y rehabilitación de vías, viviendas, centros escolares, redes hidrosanitarias, telefonía pública y establecimientos de servicios ubicados en comunidades signadas por la precariedad material y la conflictividad social en diferentes territorios del país. Tras 15 años de parquedad noticiosa, el esfuerzo mediático de estos días ha reinstalado a los barrios marginados entre los contenidos de interés público.
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En La Habana, la puesta en marcha de un programa de transformación integral en 62 barriadas precarizadas, liderado por Organismos de la Administración Central del Estado en alianza con entidades territoriales y locales, amplía las coordenadas del Programa Gubernamental de Apoyo a la Capital, auspiciado por el Presidente de la República desde 2018 y hasta ahora centrado en el mejoramiento de servicios de impacto colectivo como la higiene comunal, el transporte público, las redes eléctricas y los sistemas de acueducto y drenaje urbano.

La vox pópuli y ciertas publicaciones en las redes identifican tales esfuerzos con una respuesta estatal a las protestas del 11 y 12 de julio, mientras que el discurso oficial –de los políticos, la prensa y el sector de la academia que tiene voz en los medios públicos– los adscribe a los preceptos de política social ratificados por el octavo congreso del Partido Comunista, a la par que denuncia la agresión mediática de que Cuba es objeto. Sin embargo, la percepción de que se libra una campaña política para contrarrestar desafecciones y descontentos no puede adjudicarse, de manera simplista, a fuerzas opositoras al proyecto cubano, pues esta se asienta, no sin razón, en las dinámicas del tiempo político –que se saben diferentes a las del decurso cronológico–; la preeminencia comunicacional del tema, en contraste con el silencio precedente; y el ritmo de los empeños reconstructivos en La Habana y otras ciudades.

El júbilo y agradecimiento de los ciudadanos que en las áreas capitalinas beneficiadas salen al paso del Presidente de la República y otros dirigentes, revelan el estado de ánimo reinante. No obstante, desde el universo digital varios cibernautas lamentan que demostraciones populares de gran repercusión, y no la constante prospección institucional, sean el catalizador de las acciones implementadas desde el gobierno, asocian la larga pausa constructiva en asentamientos cada vez más depauperados con la desidia administrativa y la falta de sensibilidad, auguran que los actos reparadores en curso no serán sostenibles a mediano y largo plazo, o reclaman que labores similares sean más perceptibles en otras provincias,

Entre los hasta ahora noticiados por la prensa escrita, televisiva y digital figuran varios vecindarios referidos por Fidel Castro en 1987 y 1988, durante el auge propiciado por el Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas a planes de edificación y rehabilitación de viviendas y ensayos de formas de gestión emergentes, como las microbrigadas sociales. Que los asentamientos de la capital del país cuya transformación ahora se propone sean casi los mismos que 34 años atrás, justifica el escepticismo mostrado por algunos, dada la poca sistematicidad de las entidades estatales en la atención a esta problemática.

La Güinera, El Romerillo, El Fanguito, San Isidro y La Corea, entre otras barriadas populares, fueron objeto de un realce mediático durante la Batalla de Ideas (2000-2009), período en el que las grandes ciudades de Cuba, encabezadas por La Habana, constituyeron escenario de las más acuciosas indagaciones sociológicas efectuadas en la historia del país, así como polígono de pruebas de nuevos modos de concebir y ejecutar las políticas de protección y prevención social. Por entonces, la oficialidad encarnada en la figura de Fidel Castro forzó los cauces institucionales para restablecer la capacidad aproximativa de las estadísticas, a contrapelo del afán tecnocrático que las reverencia como un evangelio; personalizar los servicios a la población en una magnitud nunca antes vista; y acrecentar los recursos materiales y humanos destinados a su mejoramiento (Yordi et. al, 2012). Bajo su dirección, los modelos de actuación de trabajadores sociales y estudiantes voluntarios redimensionaron al ser humano –con nombre, apellidos y circunstancias– como centro de las políticas públicas en Cuba.

Gracias a los diagnósticos que sustentaron los programas de la Batalla de Ideas, se conocieron cifras, ubicación y necesidades específicas de un universo soterrado en el que habitaban adolescentes desvinculados del estudio y el trabajo, jóvenes egresados de centros penitenciarios; niños de familias disfuncionales; menores embarazadas; madres solas, agobiadas por la carga familiar; ancianos que malvivían sin los cuidados necesarios; personas con discapacidades insuficientemente atendidas; enfermos encamados e indigentes víctimas de la desprotección y el abandono. 

Tal metódica no tuvo continuidad después de 2009 en que, cedidos por Fidel Castro los mandos del país y golpeada la maltrecha economía por la crisis internacional desatada el año anterior, los principales objetivos y contenidos de dichos programas fueron distribuidos entre Organismos de la Administración Central del Estado de similar perfil. Desde entonces, la acción institucional no volvió a centrarse en los barrios empobrecidos y sus problemas, pese a la llamada de atención que representaron los 108 conciertos realizados por Silvio Rodríguez, entre septiembre de 2010 y enero de 2020, en comunidades habaneras asoladas por el deterioro y la pobreza.

Las palabras de presentación del documental y el libro que resumen las primeros cuarenta conciertos del trovador cubano, conmueven por la sintonía y vigencia de sus mensajes. En el prólogo de Por todo espacio, por este tiempo. Con Silvio Rodríguez en barrios de La Habana (Rivero y Ramírez, 2013), título puesto a disposición del público local en agosto de 2014, el pensador Fernando Martínez Heredia, apunta:

La idea de que los pobres carecen de virtudes personales, son gentes que fracasaron, tienden a la maldad, tienen lo que merecen, son “malos” por naturaleza, es hermana de la idea de que los pobres son esencialmente “buenos”, se quieren mucho entre sí, constituyen una reserva social de comunidades urbanas con una hermosa cultura y son capaces de enseñarles bondad a los ricos. Ambas ideas pertenecen a la cultura burguesa. La gama de respuestas que produce esa lógica está compuesta por la marginación, la caridad, la represión, la indiferencia, el sálvese quien pueda, la cooptación, el melodrama oportuno, la exclusión, la ceguera y el olvido.

Mientras que en la premier del documental Canción de barrio, realizada a finales de ese mes, el cineasta y escritor Fernando Pérez expresaba:

Canción de barrio es un documental sobre las causas que han motivado estos conciertos y que, desde la primera experiencia en La Corbata, va develando, capa a capa, barrio a barrio, el dolor, el deterioro, la imaginación, la violencia, la resignación, el humor, la indignación, la desesperanza y la precaria esperanza de aquellos que sobreviven una parte ya demasiado extendida (y con frecuencia silenciada) de nuestra realidad.

Los habitantes de esos asentamientos –identificados como marginales por sus condiciones de existencia y marginados, de facto, por su estilo de vida y prácticas culturales– no han podido reconocerse en un audiovisual que, siete años después, continúa siendo ignorado por la televisión cubana. Fuera de la vista del país “normal”, ellos conforman la periferia de un centro simbólico, en virtud de una lejanía –siempre trascendente– que se expresa en varias dimensiones: lejanía física, acentuada por el deficitario transporte público en los barrios distantes del tramo centro-oeste de la franja costera; lejanía social, en tanto suelen obtener menos beneficios de los programas de desarrollo del gobierno central; lejanía cultural, pues resultan excluidos de los circuitos de estrenos, presentaciones y eventos relevantes; lejanía mediática, ya que sus problemas y los acontecimientos que signan sus vidas casi nunca son noticia, a menos que sufran una catástrofe natural o un hecho calamitoso; y lejanía psicológica porque con frecuencia se sienten percibidos como los otros y estigmatizados por su apariencia física, su modo de vestir o comportarse.

Entre los manifestantes del 11 y 12 de julio abundaron los pobladores extenuados por tres décadas de crisis económica, sufridas en las peores viviendas, los barrios menos urbanizados o asentamientos gestados por la anarquía y la improvisación. Personas que no siempre logran efectuar tres comidas al día y apelan a tácticas poco ortodoxas para poseer un celular o gestionar una cuenta en Internet. Gente que nunca operará un negocio de hospedaje o restauración, ni dispondrá de un pasaporte para viajes profesionales o de ocio. Sus madres, negras y mestizas en su mayoría, vivirán como promedio tres años menos que las mujeres blancas del mismo grupo etario.

A esa fragilidad existencial se suman casi año y medio de estrés y fatiga pandémicos, escasez generalizada, inflación in crescendo y dolarización del consumo. Aun así, los más jóvenes sueñan con vestir atuendos de Fear of God y recrear la estética de Neymar, aunque hayan de contentarse con exhibir joyas espurias, bailar reguetón repartero y, los menos, aprovechar la oportunidad para descargar sus frustraciones en símbolos de poder, como autos policiales y establecimientos comerciales en moneda libremente convertible. Mal que nos pese, las protestas de julio resultan efectos de largo plazo de la preterición de esa periferia social, naturalizada por la mirada conformista de la ciudadanía.

La inexacta percepción de la alta dirigencia acerca de la realidad vivenciada por los estratos populares, su alejamiento experiencial del cotidiano bregar de la mayoría, es un señalamiento recurrente en debate ciudadano de estos días. Los juicios de valor que sobre esta cuestión han emitido intelectuales, artistas y gente del común fueron corroborados por la escala de adjetivos que directivos, funcionarios y periodistas aplicaron a los manifestantes, sus móviles y fines durante la fase de expansión y contención de las protestas. Los epítetos estigmatizantes de las primeras horas – delincuentes, marginales, vándalos– fueron sustituidos con rapidez por generalizaciones más neutras, aunque cargadas de condescendencia paternalista –confundidos, desinformados, engañados– para desaparecer, días después, cuando la lectura social de los acontecimientos se sobrepuso al enfoque policial. Entonces, el foco de atención se desplazó desde los manifestantes hasta los entornos en que se gestaron las demostraciones, y la otredad representada por la disidencia de los barrios marginados fue reincorporada a la ciudadanía plena mediante ajustes y gradaciones del discurso político y el despliegue de la labor comunitaria, emblematizada, como en los primeros años de este siglo, por las Brigadas Juveniles de Trabajo Social (BJTS).

Los acontecimientos del 11 y 12 de julio plantearon el primer gran desafío a la puesta en práctica de la nueva Constitución cubana, pues gobernantes y gobernados tuvieron que ejercer sus derechos en una coyuntura crítica, ejercitarse en el respeto a las prerrogativas ajenas, responder a situaciones inesperadas, desechar prácticas comunicacionales obsoletas, y crecer políticamente. Muchas de esas transformaciones engrosarán los saberes de una y otra parte. Otras, se archivarán como experiencias útiles para evitar la reiteración de errores.

Críticos y adversarios del sistema sociopolítico cubano adjudican carácter racial a las protestas, o instan a aprovechar el potencial aglutinante de un grupo poblacional que enarbola, además de las raciales, reivindicaciones de clase y de género. Contrapuesto a ellos, el discurso oficial omite referencias a los tonos epidérmicos de los manifestantes y rehúsa la lectura en clave racial de los sucesos. En él, la relegación de los afrodescendientes que denotan las estadísticas sociales queda subsumida en clasificaciones generales, tales como “humildes”, “vulnerables” y “desfavorecidos”.

Las exenciones conferidas a los descendientes de africanos por la revolución de 1959 y sus políticas públicas no les dispensa, sin embargo, de la forja de una identidad nutrida por la desventaja histórica, la subalternidad y el dolor. Conscientes de su improbabilidad, los servicios especiales estadunidenses y sus agencias cómplices no se aplican a fomentar una insurrección racial en Cuba, pero se esfuerzan en atizar el resentimiento de los negros y mestizos para convertirles en argamasa de la desconfianza política de la diversidad que coexiste en las capas populares y catalizador de erupciones espontáneas que acrecienten el descontento acumulado. Esos barrios en cuyas ciudadelas, viviendas improvisadas e inmuebles al borde de la inhabitabilidad conviven negros y blancos, profesionales y obreros, religiosos y ateos, pacíficos y violentos, figuran en la agenda subversiva de los enemigos de la nación cubana, peligro que solo puede ser conjurado por una acción política que trascienda eslóganes y campañas.

La intensificación del bloqueo económico, comercial y financiero de los Estados Unidos contra Cuba y la consiguiente reducción de alternativas para rebasar la prolongada crisis económica de la Isla, incrementa los daños causados por dilaciones y errores propios en el diseño y conducción de la política económica. La tensión entre la deficitaria producción y distribución de la riqueza, por un lado, y la voluntad de mantener altos niveles de gasto social, por el otro; la pareja exigencia que afronta el Estado de atemperar el gasto a las posibilidades productivas sin retraer el resguardo a quienes más lo necesitan, demarca una franja de población, cada vez más amplia, que no clasifica como vulnerable y, por tanto, no es objeto de dispensas especiales; pero tampoco puede asegurar su autosostenibilidad, lo que la condena a un empobrecimiento progresivo.

Esas personas, cuyos salarios estatales son insuficientes para afrontar la cresta inflacionaria desatada por la implementación de la Tarea Ordenamiento y no disponen del salvavidas representado por las remesas del exterior, conforman un sector importante en la base social del sistema sociopolítico cubano. La revolución, como utopía realizable y proyecto inacabado, pierde sentido sin su protagonismo político, lo que exige redoblada atención a las demandas de ese cariz enarboladas en las manifestaciones.

Los opositores al partido y el gobierno cubanos han adscrito a sus agendas de “cambio de régimen” la voceada de consignas como ¡Patria y Vida!, ¡Abajo la dictadura! y ¡Libertad!, lo que evidencia un desconocimiento intencional de las dinámicas que operan en las acciones de calle. La constitución de comunidades emocionales (Mcleod, et. al, 2019) de carácter temporal, el contagio conductual y las posturas heréticas que distinguen a las protestas populares, no siempre reivindican matrices doctrinarias, razón por las que aquellas han de ser interpretadas con apego a su contexto de gestación. A su vez, la lectura inversa, que absolutiza los factores objetivos como detonante de las demostraciones, yerra por defecto. El verticalismo con que opera la institucionalidad cubana, su tendencia a acotar los repertorios de acción de la ciudadanía, la lentitud burocrática de sus respuestas a los reclamos e inquietudes de la población, y el tono fatalista con que suele argumentar los impactos del bloqueo en la vida cotidiana de la gente, son disfuncionalidades requeridas de erradicación. Sin ellas, la sociedad cubana será más democrática y más libre.

El 11-J ha develado grietas en el entramado relacional cubano cuya indeseable ampliación puede conducir a una factura social. Importa poco que la quiebra no se exprese en un “todos contra todos”. Basta con que el “sálvese quien pueda” siga ganando espacio como actitud colectiva para que el proyecto socialista sufra la muerte mesmérica que ficcionó Edgar Allan Poe. La creciente desigualdad social, la expansión de la pobreza –con amparo estatal, pero pobreza al fin–, las distorsiones comunicacionales entre gobernantes y gobernados, el declinante poder movilizativo del discurso oficial, y las tiranteces y conflictos de la institucionalidad política con parte de la comunidad intelectual resultan las amenazas más visibles, aunque no las únicas.

El muro que ha contenido todos los intentos de poner fin a la utopía cubana fraguó gracias a tres intangibles y poderosos elementos: altos niveles de consenso y confianza política y una modesta, pero apetecible visión de futuro. Los gritos de ¡Tenemos hambre! y ¡Queremos medicinas! traducen una realidad que el Estado cubano lucha por cambiar. No obstante, conviene no olvidar que si la gente se dispuso esta vez a reclamar en el espacio público el bienestar de que su cuerpo ha carecido en mayor grado en otras ocasiones, también es porque el consenso social, el ánimo político y la fe en el porvenir no nutren su espiritualidad en la medida necesaria.

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